Texto de la introducción:
Introducción
Ilka y Andreas Ruby
La idea del suelo como una ecología de la arquitectura, en el sentido que le otorga Reyner Banham, nos resulta hoy tan familiar que nos cuesta imaginar que en otro tiempo fuera de otra manera. Y, sin embargo, esta idea apenas tiene un siglo. En 1926 Le Corbusier proclamó la liberación del suelo en sus cinco puntos para una nueva arquitectura . La casa sobre pilotis , llevada a cabo por Le Corbusier primero en la casa Citrohan (1922-1927) y más tarde, convertida en la tipología dominante de la modernidad, en la Unité d habitation (Marsella, 1947-1952), representa el icono de esa liberación del suelo. Sin un contacto directo con el suelo, la casa se sustrae a su entorno físico. El suelo deja de definir la arquitectura, ya que el edificio, mediante la plataforma apoyada sobre pilotis, crea prácticamente su propio terreno. Esta duplicación del suelo establece un nuevo nivel 0 elevado que deja en la sombra -a menudo también en sentido literal- el suelo físico del solar. Desde el punto de vista programático, se adjudican al suelo sólo funciones secundarias (circulación, aparcamiento, almacenes, etc.), en tanto que la vivienda se reserva exclusivamente al nuevo bel étage de la villa moderna. Mientras que la arquitectura despega como un avión -tan admirado por Le Corbusier-, el suelo sigue remitiendo a la tierra. La Maison en l air de Le Corbusier ya sólo precisa del suelo como una contradicción forzosa para establecer la dialéctica de su presencia: cuanto más débil sea el suelo, más fuerte será la figura con la que la arquitectura se distancia de él. Resulta imposible imaginar la villa Savoye en un solar con una topografía accidentada. El aura solemne de su geometría idealizada necesita la superficie llana del suelo virgen que rodea al edificio en las fotografías contemporáneas y lo hace parecer una isla en mitad del océano. Mediante el vaciamiento físico, programático y semántico del terreno, el contexto se transforma en la masa carente de atributos que, en forma de tabula rasa, iba a convertirse en la materia prima del urbanismo moderno.
Dentro de la arquitectura de la modernidad, es en Mies van der Rohe donde más claramente se materializa esta neutralización conceptual del suelo, aunque sin la didáctica propagandística con la que Le Corbusier postula este logro, sino más bien de una manera poética. Siguiendo su tendencia clásica, Mies suele colocar el edificio sobre un basamento que recuerda al estilóbato del templo griego. En cierto modo, construye el terreno sobre el que asienta el edificio como una parte del propio edificio simbólicamente alzada. En el Pabellón de Barcelona, ese terreno artificial todavía destaca como un zócalo macizo que proporciona su microcontexto ideal a la estructura más ligera de los cristales de las paredes y de la cubierta. En la casa Farnsworth (Plano/Illinois, 1945-1950), Mies aumenta ese efecto desterritorializador mediante la plataforma que flota entre el nivel del solar y la plataforma elevada de la entrada, recurso que también utilizaría en el IIT (Chicago, 1950-1956). La ingravidez sugerida con este gesto elimina toda huella de la noción de peso asociada al suelo tradicionalmente. En los apartamentos de Lake Shore Drive (Chicago, 1948-1951), Mies lleva a cabo la desmaterialización del suelo mediante una especie de alfombra mágica que cubre la superficie de la planta baja abierta. Esta alfombra consta de finísimas losas de travertino que sobresalen del terreno en todo su grosor y parecen flotar unos milímetros por encima del suelo. De este modo, el suelo parece estar cubierto por un barniz fenomenológico que, en lugar de ser de asfalto oscuro, es de travertino. La piedra clara le resta terrenalidad y lo convierte en una superficie luminosa que refleja la luz del sol hacia la parte inferior de la cubierta del vestíbulo, generando un colchón luminoso que en los días claros parece sostener el cuerpo del edificio.
En la década de 1960, esta concepción del terreno como terra incognita empieza a cambiar poco a poco. Si hasta entonces el espacio del suelo sólo se definía de forma negativa (como un volumen negativo vacío entre el edificio y el nivel del suelo), ahora empieza a considerarse como una condición habitable . Resulta interesante que el precursor de esta evolución fuera, una vez más, Le Corbusier. En sus obras construidas tardías, como el monasterio de La Tourette (Eveux-sur-Arbresle, 1957-1960) y el Carpenter Center for the Visual Arts (Cambridge/Mass., 1961-1964), ya se anuncia esta nueva valoración del suelo, pero donde se manifiesta más radicalmente es en su proyecto no construido del Centro de cálculo electrónico para Olivetti (R.H.O., Milán, 1963). Bajo los cristales flotantes del departamento de investigación, Le Corbusier organiza un impresionante groundscape en varios niveles: las salas de montaje han sido alojadas en la planta baja, pero son accesibles desde arriba a través de una plataforma intermedia que se desplaza desde la calle hacia las cubiertas de las mismas, donde concluye con tres vestíbulos en forma de abanico. Este edificio-plataforma se convierte en una interfaz espacial que permite el desarrollo de un tercer espacio entre los edificios en el terreno y en el aire. Este tercer espacio, concretamente, se convirtió en el centro de la investigación arquitectónica cuando Paul Virilio y Claude Parent fundaron su grupo Architecture Principe en 1963, el año en que Le Corbusier proyectó el edificio para Olivetti. Ambos parten de una crítica de las monoculturas representadas por la horizontalidad de la Broadacre City (1935) de Frank Lloyd Wright, así como por la verticalidad absolutista del rascacielos americano, pero también critican las utopías metabolistas de Constant, Yona Friedman, Domenig/Huth y otros. Mientras el moderno distanciamiento del suelo sólo se acentúa con la superposición de nuevas ciudades espaciales sobre la ciudad existente, Virilio y Parent inventan con su función oblicua un módulo conceptual para la producción de una continuidad urbana: en lugar de limitarse a situar una nueva ciudad sobre la existente, cambian la disposición del suelo existente haciendo que la ciudad nueva surja oblicuamente de la anterior. Esta intención se revela en el proyecto del centro cultural de Charleville (1966) con más intensidad que en la iglesia construida de Sainte Bernadette (Nevers, 1964-1966). Se trata de un gigantesco volumen ligeramente inclinado, ubicado en el lecho del río Meuse. A la altura del nivel del agua, el volumen se abre en forma de rendijas para que los botes puedan entrar directamente desde el río al edificio y atracar en los muelles de su interior, los cuales están conectados a su vez a los espacios públicos de la parte superior mediante una rampa en espiral. De acuerdo con la idea de Virilio de la circulación habitable , todas las superficies tienen varios programas. Así, por ejemplo, la cubierta se convierte en una plaza urbana para reuniones informales o en escenario al aire libre, cuyo público puede situarse en las tribunas que hay en el tramo más inclinado de la misma.
Para Parent y Virilio la ventaja decisiva de los planos inclinados reside en esta capacidad para establecer una corriente ininterrumpida entre el interior y el exterior. Esta idea, que apenas tiene repercusiones en la arquitectura francesa, en cambio proporciona impulsos decisivos al debate internacional, cuyas consecuencias arquitectónicas se plasman por vez primera, paradójicamente, en Francia. En 1976, Oscar Niemeyer recibe el encargo del partido comunista francés de construir la nueva sede del comité central. Su proyecto parece continuar desarrollando las ideas de Parent y Virilio, cuya asociación terminó un año después por actitudes diferentes ante la revuelta de los estudiantes en mayo del 68. Mediante una puesta en escena dotada del suspense de Hitchcock, Niemeyer confiere aquí al suelo (normalmente continuo de forma indefinida) una forma, una expansión y un lugar concreto. En principio, todo parece girar en torno al panel curvo del edificio principal, visible desde lejos. Sin embargo, éste tiene un efecto tan potente porque la mayor parte del solar está sin edificar, al menos en superficie. Desde la Place Coloniel Fabien, un camino por una plaza elevada conduce al visitante hacia una cúpula blanca que parece esconder el edificio. Se nos guía hacia él por la derecha hasta que llegamos donde nos imaginamos que está la entrada del edificio. No obstante, no tiene entrada, sino que una abertura en forma de rendija, situada en el pavimento de hormigón de la plaza, dirige al visitante a las profundidades del terreno. Una vez abajo, el visitante se encuentra de nuevo en un auténtico mundo subterráneo, en una arquitectura invisible, sin horizonte: no hay ninguna ventana ni otra comunicación con el exterior, salvo la sala de conferencias, que ahora se revela como el equivalente subterráneo de la cúpula blanca del jardín. De este modo, privado de la habitual orientación en el espacio, el visitante sigue su percepción motora para descubrir con gran asombro que se mueve por un terreno cuasi-topológico. En realidad, el pavimento del vestíbulo no es una superficie plana, sino que está animado por unas ondulaciones apenas perceptibles, tan sutiles que primero se notan con los pies y, sólo después, con los ojos: pequeños obstáculos inesperados que interfieren tenazmente en el movimiento del visitante, corrigiéndolo y, por tanto, también organizándolo. Anticipando en parte las superficies líquidas del pabellón acuático de Nox, Niemeyer transforma aquí el suelo de una superficie en un espacio plásticamente configurado. Ésta es una obra pionera -hasta ahora poco valorada- para la arquitectura de las décadas de 1980 y 1990, en la que el suelo se convirtió por fin en un objeto primordial de la investigación arquitectónica.
Una continuación muy directa de la arqu... |